LOS SEISMILES SUR

"la otra mitad de la gloria"

Después de vivir 15 días en la Puna de Atacama y de haber salidos ilesos y motivados, otro itinerario con similares prestaciones se dibuja a en nuestra línea de deseo: La Ruta de los Seismiles Sur. Aunque sabíamos que la dificultad y extensión eran menores que la sección del norte, en estas alturas y terrenos nunca se puede bajar la guardia ni abusar de la confianza y mucho menos subestimar a la montaña. Una vez más la buena suerte se vino con nosotros y conseguimos solucionar el tramo de manera ágil y divertida durante las vacaciones de navidad.

Antes de salir de Fiambalá pasamos por el Hostal Don Pedro para despedirnos de Hana, Mark y Félix quienes aguardaban la llegada de unos repuestos y por lo tanto saldrían unos días después. Eso sí, acordamos juntarnos en Guandacol y celebrar el año nuevo con un poderoso asado; la buena fama de Diego como parrillero era sin duda un motivo para atender al reencuentro. Para los tres primeros días de pedaleo el menú solo disponía de una elección: escalada contundente, pues debíamos remontar desde los 1.500 hasta los 4.000 metros. La primera etapa fue quizás la más incomoda y desesperante del viaje; un puerto de 65 kilómetros bajo un sol picante que se reflejaba en el asfalto y adicionalmente cada uno de nosotros venía escoltado por una nube de zancudos que derrotaron nuestro buen humor. Esta carretera viaja en dirección al paso fronterizo de Aguas Negras y está dotada con refugios de emergencia, pues en el invierno las condiciones pueden ser serias y es común que los viajeros se queden atrapados en el camino. Ese día llegamos al refugio de Gallina Muerta el cual estaba muy sucio y con el agua turbia, apenas para concluir un día de malas sensaciones.

Al día siguiente volvimos al camino destapado luego de 30 kilómetros de pavimento, pasado el mediodía buscamos donde tender el campamento. Todos estábamos muy cansados, desmotivados, dormidos, con malos ánimos. Al parecer no recuperamos lo suficiente en Fiambalá, las piernas se sentían pesadas y en 90 días de viaje no habíamos tenido que lidiar con el sofocante calor ni con esas hordas de mosquitos asesinos. Ese día fue navidad y de manera muy especial tuvimos derecho a dos cucharadas adicionales de pasta y de puré de papas. Un poco después del atardecer apareció un rebaño de vacunos a quienes no les gustó que nos hubiéramos acomodado en su pastizal. Un toro de gran tonelaje y pitones prominentes relinchó con furia durante un buen rato no muy lejos del campamento, nosotros muy versados en la tauromaquia, solo podíamos quedarnos quietos y esperar que el barcino no confundiera las carpas con una muleta o un capote.

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El 25 de diciembre es un día festivo y lo celebramos como tal. Amparados en el estado de excepción de desgano y modorra que gobernaba al combinado nacional, firmamos una etapa de apenas 25 kilómetros y volvíamos a encontrarnos con la cota de los 4.000 metros donde ya no podían llegar los mosquitos. En otro refugio nos acomodamos e improvisamos una mesa de centro, y dada la abundancia de tiempo libre, nos sentamos a tomar café y a hablar de cosas no muy profundas de la vida.

En este paisaje existen varios monumentos naturales como el Volcán Pisis, el cerro Corona del Inca, y lagunas cundidas de flamencos. Así mismo, el subsuelo es explotado por compañías mineras y por lo tanto es común que algunos vehículos transiten por la zona. Sobre el cuarto día de pedal, una camioneta Renault Duster se detuvo y un porteño muy peculiar se bajó del carro aplaudiéndonos y vitoreándonos. Raúl Chavarro “El Chava” y “La Pato” son una pareja tal para cual que están enamorados de La Cordillera y modificaron el interior de la camioneta para viajar y vivir ahí dentro. Nos ofrecieron fruta, nos sacamos un par de fotos y antes de montarse nuevamente al carro “el Chava” nos propinó un fuerte abrazo y un beso en la mejilla a cada uno de nosotros y gritó un profundo y sentido “que viva Colombia!”. Un poco más adelante llegamos a un mirador donde en nuestro campo visual cabían a la vez lagunas verdes y azules, vegas, salares, pájaros, vicuñas y flamencos, por un rato estuvimos extasiándonos con tal expresión de la naturaleza, sintiendo como regresaba el poder a nuestras voluntades. El buen ánimo empezaba a retornar a las filas, el cuerpo volvía a entrar en ritmo de trabajo y nos sentíamos más cómodos en el aire frío.

Después del quinto día la carretera ya no era apta para vehículos y pilotos convencionales, así que no volvimos a ver automotores, esto nos devolvía la sensación de aventura y soledad. La buena aclimatación y el esfuerzo de ir ligeros daba sus réditos y pudimos avanzar con agilidad. El clima estuvo nublado la mayoría del tiempo y fue grandioso descansar del sol y de la radiación, así mismo el camino era pedaleable y no tuvimos que empujar las bicicletas ni un solo metro. Nuestra actitud era menos amateur, ya teníamos algunos galones para asumir esta ruta con diligencia.

Esta ruta pasa muy cerca de la frontera con Chile y termina interceptando el control migratorio de Pircas Negras, lugar al que arribamos al final de la séptima jornada. Fuimos bienvenidos en el complejo fronterizo donde nos ofrecieron camarotes para pasar la noche, pero antes teníamos que pasar por una requisa. Somos tan pocos los que cruzamos por Pircas Negras que el aburrimiento de los funcionarios era evidente, al punto que practicaron una prueba de narcóticos sobre la harina del puré de papas, pero no pudieron dar con el resultado ya que nunca habían utilizado el kit y no sabían cómo funcionaba.

Al día siguiente remontamos un puerto de 8 kilómetros de asfalto a muy buen ritmo, la noche bajo techo nos permitió un buen descanso. Pasado el mediodía recargamos agua en un minúsculo arroyo y al momento de retomar el camino, los GPS y celulares se quedaron pasmados e inmóviles durante varios minutos por lo cual tuvimos que progresar a campo traviesa hasta que salimos de ese “triángulo de las Bermudas”. Armamos campamento junto a unas rocas y al llegar la noche el cielo se despachó con una tormenta de relámpagos como nunca antes habíamos visto, nos escondimos debajo de una roca y era imposible apoyarnos mutuamente porque estábamos muy asustados. Diego fue el único estoico ante la situación y los insultos de Thor no consiguieron sacarle de su carpa.

Sobre el papel la última etapa era un paseo; remontar un paso de 4.200 metros y luego soltarse en pleno y puro descenso hasta Guandacol, teníamos referencias de grupetas que lo habían realizado sin mayores inconvenientes y en pleno gozo. Sin embargo, en el camino empezaron a aparecer barrizales muy espesos que incluso sacaban la cadena de los platos y que lastimaban la transmisión de las bicicletas. Jose Pacheco intentando meterle potencia al pedaleo para salir esas trampas, dobló la uña del tensor y en atención a esa señal del destino concluimos la etapa y tomamos la situación con calma. Esa noche fue la de año nuevo, por fortuna habíamos logrado perder suficiente altura para que el frío no fuera un problema y pudimos estar hasta pasada la medianoche compartiendo una fogata y un cuarto de whisky nacional con el que brindamos por la vida y por ese momento tan especial.

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El cambio de año no supuso ninguna alteración en las condiciones del camino. Desde el campamento habíamos visto rayos y nubes espesas que se alzaban a lo lejos y que se tradujeron en lluvias sobre la parte alta de la cordillera aumentando el caudal de lodo por la carretera. Con los aprendizajes del día anterior, tomamos todos los pasos riesgosos con suma calma e incluso levantando las bicicletas para no exponerlas a averías. Luego de diez días de pedal y con una última jornada larga de mucho calor llegamos a Guandacol el primero de enero de 2020; habíamos matado el tigre. Atrás quedaron 1.310 kilómetros de altura extrema, radiación solar, frío y soledad, fue un alivio salir de la Puna, pues los riesgos de andar por estos caminos son muy altos. Así mismo la exigencia física y mental del circo de los Seismiles fue muy grande y aunque lo disfrutamos y lo atesoraremos dentro de nuestros recuerdos más especiales, sentíamos la necesidad de descansar y de cerrar ese capítulo. Dicho esto, y envueltos en un júbilo sin precedentes, nos instalamos en el andén frente a una tiendita, juntamos huacales de fruta para que sirvieran como asientos, sintonizamos al Joe y al maestro Varela en el altoparlante y bebimos cerveza y vino hasta perder la cuenta. No era para menos.

En Guandacol nos sentimos a gusto, es un poblado pequeño pero muy acogedor y con vecinos muy amables. Adquirimos sofisticadas pantalonetas de piscina y chanclas de plástico para acomodarnos al verano argentino. Al principio nos acomodamos en una amplia zona de camping donde pudimos lavar las bicicletas y ropas sin causar mayores incomodidades, así como ahorrarnos unos pesos. Sin embargo, el sol de la mañana impactaba a primera hora en nuestras carpas transformándolas en un invernadero donde era imposible dormir y nos obligaba a guarecernos debajo de los árboles, aún con horas de sueño pendientes. Una vez jinetes, caballos, y aperos limpios buscamos asilo en el cómodo hospedaje de Las Jarillas donde teníamos la misión explícita de descansar. Ricardo y Marisa, los dueños del hostal, nos recibieron con suma amabilidad y cariño, nos dieron un tour por su viñedo y nos ilustraron sobre la cultura del vino. Aguardamos por tres días descansando y disfrutando de la piscina hasta que nuestros amigos Hana, Mark y Félix llegaron y tal como lo habíamos pactado, Diego se volvió a fajar sobre las brasas y compartimos una última cena con estos personajes de los cuales aprendimos tanto y con quienes forjamos una bonita amistad.

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Fue difícil zarpar de Guandacol pues estábamos muy cómodos y bien atendidos en la casa de Ricardo y Marisa, además del bajo costo que pagábamos por el hospedaje, más si consideramos la calidad de las instalaciones y de los servicios. Así mismo el sol ardiente de La Rioja no incitaba a tomar la decisión de ensillar las bicicletas. Finalmente partimos hacia el sur encarando largas jornadas de asfalto y altas temperaturas con la mentalidad de devorar kilómetros hasta nuestra siguiente meta volante: la plácida y bella ciudad de Mendoza.

Desde MonteAdentro agradecemos de manera profunda y especial a la señorita Natalia Ramos quien, a través de un pago electrónico, nos invitó a una cena para celebrar el culmen del circuito de los Seismiles. Gracias Nata, salud!

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