Ruta por la Puna Argentina
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"la otra mitad de la gloria"
Después de vivir 15 días en la Puna de Atacama y de haber salidos ilesos y motivados, otro itinerario con similares prestaciones se dibuja a en nuestra línea de deseo: La Ruta de los Seismiles Sur. Aunque sabíamos que la dificultad y extensión eran menores que la sección del norte, en estas alturas y terrenos nunca se puede bajar la guardia ni abusar de la confianza y mucho menos subestimar a la montaña. Una vez más la buena suerte se vino con nosotros y conseguimos solucionar el tramo de manera ágil y divertida durante las vacaciones de navidad.



Antes de salir de Fiambalá pasamos por el Hostal Don Pedro para despedirnos de Hana, Mark y Félix quienes aguardaban la llegada de unos repuestos y por lo tanto saldrían unos días después. Eso sí, acordamos juntarnos en Guandacol y celebrar el año nuevo con un poderoso asado; la buena fama de Diego como parrillero era sin duda un motivo para atender al reencuentro. Para los tres primeros días de pedaleo el menú solo disponía de una elección: escalada contundente, pues debíamos remontar desde los 1.500 hasta los 4.000 metros. La primera etapa fue quizás la más incomoda y desesperante del viaje; un puerto de 65 kilómetros bajo un sol picante que se reflejaba en el asfalto y adicionalmente cada uno de nosotros venía escoltado por una nube de zancudos que derrotaron nuestro buen humor. Esta carretera viaja en dirección al paso fronterizo de Aguas Negras y está dotada con refugios de emergencia, pues en el invierno las condiciones pueden ser serias y es común que los viajeros se queden atrapados en el camino. Ese día llegamos al refugio de Gallina Muerta el cual estaba muy sucio y con el agua turbia, apenas para concluir un día de malas sensaciones.
Al día siguiente volvimos al camino destapado luego de 30 kilómetros de pavimento, pasado el mediodía buscamos donde tender el campamento. Todos estábamos muy cansados, desmotivados, dormidos, con malos ánimos. Al parecer no recuperamos lo suficiente en Fiambalá, las piernas se sentían pesadas y en 90 días de viaje no habíamos tenido que lidiar con el sofocante calor ni con esas hordas de mosquitos asesinos. Ese día fue navidad y de manera muy especial tuvimos derecho a dos cucharadas adicionales de pasta y de puré de papas. Un poco después del atardecer apareció un rebaño de vacunos a quienes no les gustó que nos hubiéramos acomodado en su pastizal. Un toro de gran tonelaje y pitones prominentes relinchó con furia durante un buen rato no muy lejos del campamento, nosotros muy versados en la tauromaquia, solo podíamos quedarnos quietos y esperar que el barcino no confundiera las carpas con una muleta o un capote.

El 25 de diciembre es un día festivo y lo celebramos como tal. Amparados en el estado de excepción de desgano y modorra que gobernaba al combinado nacional, firmamos una etapa de apenas 25 kilómetros y volvíamos a encontrarnos con la cota de los 4.000 metros donde ya no podían llegar los mosquitos. En otro refugio nos acomodamos e improvisamos una mesa de centro, y dada la abundancia de tiempo libre, nos sentamos a tomar café y a hablar de cosas no muy profundas de la vida.
En este paisaje existen varios monumentos naturales como el Volcán Pisis, el cerro Corona del Inca, y lagunas cundidas de flamencos. Así mismo, el subsuelo es explotado por compañías mineras y por lo tanto es común que algunos vehículos transiten por la zona. Sobre el cuarto día de pedal, una camioneta Renault Duster se detuvo y un porteño muy peculiar se bajó del carro aplaudiéndonos y vitoreándonos. Raúl Chavarro “El Chava” y “La Pato” son una pareja tal para cual que están enamorados de La Cordillera y modificaron el interior de la camioneta para viajar y vivir ahí dentro. Nos ofrecieron fruta, nos sacamos un par de fotos y antes de montarse nuevamente al carro “el Chava” nos propinó un fuerte abrazo y un beso en la mejilla a cada uno de nosotros y gritó un profundo y sentido “que viva Colombia!”. Un poco más adelante llegamos a un mirador donde en nuestro campo visual cabían a la vez lagunas verdes y azules, vegas, salares, pájaros, vicuñas y flamencos, por un rato estuvimos extasiándonos con tal expresión de la naturaleza, sintiendo como regresaba el poder a nuestras voluntades. El buen ánimo empezaba a retornar a las filas, el cuerpo volvía a entrar en ritmo de trabajo y nos sentíamos más cómodos en el aire frío.





Después del quinto día la carretera ya no era apta para vehículos y pilotos convencionales, así que no volvimos a ver automotores, esto nos devolvía la sensación de aventura y soledad. La buena aclimatación y el esfuerzo de ir ligeros daba sus réditos y pudimos avanzar con agilidad. El clima estuvo nublado la mayoría del tiempo y fue grandioso descansar del sol y de la radiación, así mismo el camino era pedaleable y no tuvimos que empujar las bicicletas ni un solo metro. Nuestra actitud era menos amateur, ya teníamos algunos galones para asumir esta ruta con diligencia.
Esta ruta pasa muy cerca de la frontera con Chile y termina interceptando el control migratorio de Pircas Negras, lugar al que arribamos al final de la séptima jornada. Fuimos bienvenidos en el complejo fronterizo donde nos ofrecieron camarotes para pasar la noche, pero antes teníamos que pasar por una requisa. Somos tan pocos los que cruzamos por Pircas Negras que el aburrimiento de los funcionarios era evidente, al punto que practicaron una prueba de narcóticos sobre la harina del puré de papas, pero no pudieron dar con el resultado ya que nunca habían utilizado el kit y no sabían cómo funcionaba.



Al día siguiente remontamos un puerto de 8 kilómetros de asfalto a muy buen ritmo, la noche bajo techo nos permitió un buen descanso. Pasado el mediodía recargamos agua en un minúsculo arroyo y al momento de retomar el camino, los GPS y celulares se quedaron pasmados e inmóviles durante varios minutos por lo cual tuvimos que progresar a campo traviesa hasta que salimos de ese “triángulo de las Bermudas”. Armamos campamento junto a unas rocas y al llegar la noche el cielo se despachó con una tormenta de relámpagos como nunca antes habíamos visto, nos escondimos debajo de una roca y era imposible apoyarnos mutuamente porque estábamos muy asustados. Diego fue el único estoico ante la situación y los insultos de Thor no consiguieron sacarle de su carpa.
Sobre el papel la última etapa era un paseo; remontar un paso de 4.200 metros y luego soltarse en pleno y puro descenso hasta Guandacol, teníamos referencias de grupetas que lo habían realizado sin mayores inconvenientes y en pleno gozo. Sin embargo, en el camino empezaron a aparecer barrizales muy espesos que incluso sacaban la cadena de los platos y que lastimaban la transmisión de las bicicletas. Jose Pacheco intentando meterle potencia al pedaleo para salir esas trampas, dobló la uña del tensor y en atención a esa señal del destino concluimos la etapa y tomamos la situación con calma. Esa noche fue la de año nuevo, por fortuna habíamos logrado perder suficiente altura para que el frío no fuera un problema y pudimos estar hasta pasada la medianoche compartiendo una fogata y un cuarto de whisky nacional con el que brindamos por la vida y por ese momento tan especial.

El cambio de año no supuso ninguna alteración en las condiciones del camino. Desde el campamento habíamos visto rayos y nubes espesas que se alzaban a lo lejos y que se tradujeron en lluvias sobre la parte alta de la cordillera aumentando el caudal de lodo por la carretera. Con los aprendizajes del día anterior, tomamos todos los pasos riesgosos con suma calma e incluso levantando las bicicletas para no exponerlas a averías. Luego de diez días de pedal y con una última jornada larga de mucho calor llegamos a Guandacol el primero de enero de 2020; habíamos matado el tigre. Atrás quedaron 1.310 kilómetros de altura extrema, radiación solar, frío y soledad, fue un alivio salir de la Puna, pues los riesgos de andar por estos caminos son muy altos. Así mismo la exigencia física y mental del circo de los Seismiles fue muy grande y aunque lo disfrutamos y lo atesoraremos dentro de nuestros recuerdos más especiales, sentíamos la necesidad de descansar y de cerrar ese capítulo. Dicho esto, y envueltos en un júbilo sin precedentes, nos instalamos en el andén frente a una tiendita, juntamos huacales de fruta para que sirvieran como asientos, sintonizamos al Joe y al maestro Varela en el altoparlante y bebimos cerveza y vino hasta perder la cuenta. No era para menos.
En Guandacol nos sentimos a gusto, es un poblado pequeño pero muy acogedor y con vecinos muy amables. Adquirimos sofisticadas pantalonetas de piscina y chanclas de plástico para acomodarnos al verano argentino. Al principio nos acomodamos en una amplia zona de camping donde pudimos lavar las bicicletas y ropas sin causar mayores incomodidades, así como ahorrarnos unos pesos. Sin embargo, el sol de la mañana impactaba a primera hora en nuestras carpas transformándolas en un invernadero donde era imposible dormir y nos obligaba a guarecernos debajo de los árboles, aún con horas de sueño pendientes. Una vez jinetes, caballos, y aperos limpios buscamos asilo en el cómodo hospedaje de Las Jarillas donde teníamos la misión explícita de descansar. Ricardo y Marisa, los dueños del hostal, nos recibieron con suma amabilidad y cariño, nos dieron un tour por su viñedo y nos ilustraron sobre la cultura del vino. Aguardamos por tres días descansando y disfrutando de la piscina hasta que nuestros amigos Hana, Mark y Félix llegaron y tal como lo habíamos pactado, Diego se volvió a fajar sobre las brasas y compartimos una última cena con estos personajes de los cuales aprendimos tanto y con quienes forjamos una bonita amistad.

Fue difícil zarpar de Guandacol pues estábamos muy cómodos y bien atendidos en la casa de Ricardo y Marisa, además del bajo costo que pagábamos por el hospedaje, más si consideramos la calidad de las instalaciones y de los servicios. Así mismo el sol ardiente de La Rioja no incitaba a tomar la decisión de ensillar las bicicletas. Finalmente partimos hacia el sur encarando largas jornadas de asfalto y altas temperaturas con la mentalidad de devorar kilómetros hasta nuestra siguiente meta volante: la plácida y bella ciudad de Mendoza.

Desde MonteAdentro agradecemos de manera profunda y especial a la señorita Natalia Ramos quien, a través de un pago electrónico, nos invitó a una cena para celebrar el culmen del circuito de los Seismiles. Gracias Nata, salud!

LOS SEISMILES NORTE
la soledad en bicicleta
“Aquí la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge, su voz es aterradora, implacable, colérica. Sobre esta tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses. Ya no hay aquí hombres extraordinarios y seguramente nunca los habrá jamás. Ahora uno se parece a otro como dos hojas de un mismo árbol y el paisaje es igual al hombre, todo se confunde y va muriendo”
Fuego en Casabindo, Héctor Tizón.










La Puna de Atacama es el remanso más solitario, árido y remoto de la Cordillera de Los Andes. Es un lugar salvaje donde la inmensidad de las montañas, separadas entre sí por desiertos de arena y de sal, se mecen con fuertes ventarrones bajo un cielo azul diáfano formando un paisaje profundo, ocre, interminable y a veces angustiante. La Ruta de los Seismiles es el sueño, y a la vez la pesadilla, de todo ciclista de aventura. Es un itinerario que demanda todo el poder del cuerpo y toda la madurez de la cabeza. La planificación de cada gramo de equipaje y provisiones debe ser meticulosa y la autonomía en las destrezas debe ser contundente. En esta tundra altiplánica el agua aparece cada tercer día y es necesario recargar del orden de 15 litros, siendo preciso respetar religiosamente las porciones y jornadas previamente pactadas. La recompensa de superar la Ruta de los Seismiles es difícil de explicar, pero tiene que ver con experimentar sentimientos de regocijo espiritual al peregrinar por los volcanes más altos de la tierra y establecer nuevos paradigmas frente a nuestras capacidades y umbrales de aguante.
La Ruta de los Seismiles, llamada así porque discurre por un laberinto entre incontables picos de montaña y volcanes de más de seis mil metros de altura, había motivado la visión y la infraestructura de este viaje. Absolutamente todos los días habíamos mencionado su nombre, sobre todo para quebrantar alguna indulgencia pasajera y no perdonarnos flaquezas efímeras. La mayoría del equipo fue adquirido para esta sección del camino. En especial las bicicletas diseñadas para calzar ruedas de 3 pulgadas que tienen mejores prestaciones sobre la arena y un ajuar de bolsas secas y botellas amarradas con correas a las parrillas a cuadros de las bicicletas.



Si bien la ruta empieza en San Pedro de Atacama, Chile, nuestro camino nos había puesto en la vertiente oriental de la Cordillera, al otro lado de Los Andes, en San Antonio de Los Cobres (Argentina). Desde allí pudimos trazar una línea que empataba la ruta en La Mina La Casualidad, la cual se encuentra sobre el 40% del trazado original, a 5 días de camino. En Los Cobres tomamos la decisión de bajar a la ciudad de Salta para buscar algunos repuestos, comida de cocción rápida y realizar diligencias de escritorio. Nos tomamos una semana para descansar el cuerpo, hacer mantenimiento a las bicicletas y planificar el asalto. Alistamos un menú de 2.500 calorías diarias basados principalmente en pasta, avena, puré de papas, dulce de leche y polenta. Adicionalmente cada Rodador llevaba frutos secos, galletas y chocolates para comer durante el día. Partimos de Los Cobres cargados con comida para 15 días; 10 para la ruta propiamente y 5 para la aproximación hasta La Casualidad, pues para los primeros días sólo se divisaba la municipalidad de Tolar Grande donde no teníamos expectativas de encontrar muchos recursos.
El prólogo remontando la precordillera hacia Tolar fue duro. Los pasos de montaña alcanzaban más de 4.500 metros de altura y la pendiente del camino era fuerte. Como nunca habíamos manejado las bicicletas con tanta carga, no podíamos exigirnos prisa en los descensos y todas las maniobras debíamos realizarlas con sumo cuidado. Fueron 4 días de pedal con muy buenas sensaciones. Luego de visitar el Salar de Pocitos y el Desierto del Diablo llegamos a Tolar Grande, un punto de referencia en la puna argentina. Nos sorprendimos al ver una comunidad muy bien cuidada y erigida, posiblemente a causa del nuevo auge minero de la región, que en este caso viene acompañado con una oferta de servicios y recursos. Las referencias que teníamos eran menos prometedoras. Arribamos en plena celebración de la fiesta de la Virgen del Valle y la maestra Teresita, que nos arropo como si fuéramos sus hijos, nos abrió un lugar en un salón de la escuela donde nos acomodamos por una noche. Al día siguiente no teníamos permitido continuar el camino sin participar del almuerzo comunitario en honor a la Virgen, así que a “regañadientes” nos comimos un suculento asado y dos botellas de vino tinto. Pasado el mediodía ensillamos las bicicletas, completamente saciados de comida y bebida, con la misión de cruzar el Salar de Arizaro, el más grande de Argentina. La naturaleza castigaba nuestra modorra con fuertes vientos de frente que hacían imposible pedalear por momentos. La tarde estuvo muy fría y el cielo pintado de tonos magenta, escenario muy especial que fungía como telonero antes de treparnos al escenario principal.

Arribamos en la en la Mina de la Casualidad luego de una subida de unos 40 kilómetros, aunque el trecho no representaba gran dificultad nuestras pulsaciones estaban por los cielos producto de la emoción y la ansiedad de adentrarnos la mítica Puna de Atacama. La Mina de a La Casualidad, que por los años de 1.950 fuera la principal productora de azufre en América del Sur y que llegó a tener tres mil habitantes, fue abandonada en 1.977 y desde entonces saqueada hasta nuestros días. Hoy quedan en pie los cimientos de las construcciones desprovistas de puertas, ventanas, techos, tuberías y cualquier material que tenga algún valor así sea en el mercado de la chatarra. En las paredes rezan grafitis con consignas que claman por el recuerdo del pueblo minero que alguna vez existió, los cuales cobran mayor fuerza cuando se respira el olor tenue a azufre que arrulla a La Casualidad. La iglesia es quizás el predio más respetado y sirve como refugio para los ciclistas que se aventuran por estas tierras. La imagen del altar con la Virgen del Valle, un Cristo dibujado con carboncillo, y la bandera albiceleste colgada, está en la memoria de todos los viajeros, pues La Casualidad es un punto de referencia muy importante dentro de navegación de la ruta. A manera de amuleto de la buena suerte y de ofrenda ante los poderes del más allá, entramos en el templo, cada uno oro en su silencio y bajo sus convicciones, Diego se arrancó de su escapulario una imagen de la Virgen del Carmen, patrona de los volantistas, y la ofreció junto a las demás imágenes de santidades latinoamericanas que reposan en el altar.
Una rampa de arena que despide a La Casualidad y que lleva a un alto collado nos daba la bienvenida a la ruta de los Seismiles. Desde allí divisamos el horizonte más infinito que hubiéramos visto, una montaña gris, otra roja, otra amarilla, con salares y desiertos de por medio, y una liniecita tenue que dictaba nuestro rumbo hacia la soledad. Algunos soltamos lágrimas a causa de la emoción y los sentimientos encarnados, pues habíamos soñado por mucho tiempo con este momento y ante tantas vicisitudes y vueltas que da la vida, ahí estábamos los cinco; con las botas bien puestas y con miles de razones y motivos para ir adelante. En esta etapa teníamos previsto alcanzar a la grupeta de Hana Black y Mark Watson, figuras del estado del arte del ciclismo de aventura, que junto al germano Félix Blas progresaban unos kilómetros más adelante. Nos reunimos en el campamento, junto a un farallón de roca arenisca con una plataforma de arena que hacía de balcón frente a un pequeño vallecito. Quien diría que en uno de los lugares más solitarios del globo, íbamos a ser ocho los que compartiendo los mismos ideales nos encontraríamos jugando a los viajes en bicicleta aquel diciembre de 2019.







Rodar en la Puna es una experiencia que no tiene parangón. A pesar de que existe una huella de caminos mineros abandonados, estos son interrumpidos por valles y colinas de arena donde casi siempre hay que empujar la bicicleta. La altura promedio es de 4.200 metros donde el oxígeno escasea y las noches son gélidas, el agua se consigue cada tercer día y no es precisamente abundante ni fresca. Durante el día la temperatura alcanza los 36 grados Celsius y por las noches baja hasta – 8, el comportamiento del viento es errático, impredecible y agresivo; unas veces a favor y otras en contra. Las sensaciones de soledad e inmensidad son magníficas; los cielos son de azul profundo y las noches reventadas de estrellas. Es cómo estar en otro planeta.
La ruta empezaba a mostrarnos esos escollos que le dan su reputación, la segunda etapa de La Ruta nos recibió con una montaña de arena indescifrable en la cual empujamos la bicicleta al menos dos horas. Al día siguiente el paso del volcán Antofalla se ponía sobre los cinco mil metros por un camino muy rocoso difícil de pedalear y varias secciones de desierto crudo nos separaban del lugar de campamento. No hay una tregua diferente en los Seismiles que darle pedal todo el día, frisando los umbrales de aguante corporal y mental, y ejecutando todas las tareas del día con orden y disciplina. De pronto, la configuración mental de los Seismiles se convierte en una especie de un alter ego; el cual fue puesto en un lugar con una misión y por lo tanto hace todo lo correcto y necesario para cumplirla.











Al quinto día llegamos a la casa de la Familia Brea, la única dinastía que ha vivido en esta zona de La Puna. Doña Inés es la única que habita de manera permanente en la Vega, como se les llama a los pequeños oasis de La Puna. Su esposo llegó a esta tierra cuando todavía era un niño y murió hace un par de años. Sus ocho hijos se fueron a la ciudad, los que viven cerca en Antofagasta de la Sierra la visitan un par de veces al mes. Ese día dos de los hijos, Vilo y Patricio, estaban de paso y les sorprendió que fuéramos unos hermanos sudacas los que arribáramos a su casa, pues todos los que habían llegado rodando bicicletas venían de otros continentes. Nuestra cultura cercana y la lengua en común nos brindó confianza mutua y conversamos ampliamente, satisfaciendo sobre todo su curiosidad frente a nuestros motivos de pedalear por esas tierras tan apartadas. A los pocos minutos Vilo apareció con carne de cordero y cerveza y nos brindó un delicioso asado, podíamos ver en sus ojos la satisfacción y buena voluntad de atendernos. A la mañana siguiente, Doña Inés, quien siempre se quitaba el sombrero antes de dirigirnos la palabra como un acto de sumo respeto, nos dejó claro que todo aquel que pase por su casa será siempre bienvenido porque sabe que viene sufriendo y porque esa es una de las formas de honrar la memoria de su esposo quien siempre fue un hombre generoso. La visita a Vega de los Brea significó una revelación para nosotros, ese chorrito de agua en mitad del desierto significa vida, la vida de Doña Inés criando a nueve hijos a punta de un rebaño de llamas y ovejas, a lomo de mula, en la soledad inmensa del desierto. Doña Inés es uno de los seres humano más recios que hemos conocido en la vida, nos inspiró, nos cautivó y esperamos haber aprendido algo de su carácter.
Reconfortados salimos a “full gas” de la Vega de los Brea hasta encontrar un salar sobre el cual habíamos sido advertidos por otros viajeros. “The Boulevard of Broken Culo”, como se le denomina a esta sección de 30 km, hizo honor a su procaz renombre a la vez que los infinitos resaltos y huecos destrozaron nuestras posaderas y tuvimos que buscar campamento antes de lo pronosticado. No pudimos continuar, literalmente, debido al dolor de culo. Ese día hizo un calor infernal. En la noche el viento azotó el campamento y levantó tormentas de arena que parecían humaredas. Hana, Mark y Félix si habían cumplido con su itinerario, pero con el viento tan fuerte solo pudieron armar campamento hasta entrada la noche. Aunque cada equipo rodaba bajo su propia estrategia y recursos, las jornadas habían sido planeadas de manera similar y compartimos bonitos momentos en los campamentos donde pudimos conocer más de nuestras vidas y estrechar lazos de amistad. Así mismo ganábamos confianza en nuestras decisiones y logística al ver que manteníamos un ritmo y progreso similar al de los internacionales. Hana y Mark vienen rodando desde Alaska y Félix desde California, así que tienen mucha más experiencia y criterio que nosotros.

Para el día siguiente se avistaba la etapa reina y empezábamos en desventaja, con 15 kilómetros al debe. El Boulevard nos había destrozado, y amparados en el instinto de supervivencia nos habíamos excedido en el consumo de agua, pero teníamos una chance de salvar los papeles. Sabíamos de una fuente a dos kilómetros fuera de la línea de ruta, lo cual supuso un esfuerzo de más, pero a cambio de agua, ¡de agua! Con los bidones repuestos y algunos minutos a favor, trepamos a buen ritmo un amable puertecillo para luego sumergirnos en la sección conocida como “The Funnel” o El Embudo. Esta piscina de 5 kilómetros de arena suelta y caliente ha sido lo más difícil de todo el viaje. Las bicicletas se enterraban tanto que no era posible moverlas y por momentos tuvimos que ayudarnos entre todos e ir salvándonos de a uno en uno. El calor fue otra vez infernal, estuvimos muy agobiados. De repente, cuando coronamos por fin el “funnel”, avistamos una laguna de color verde esmeralda que se extendía en la profundidad hasta las faldas del fantástico volcán Peinado y las nubes blancas parecían dibujadas con un pincel. Con el silencio llenando un paisaje infinito y ante esa bella expresión de la naturaleza, la sonrisa regresaba a nuestros rictus y un camino afirmado en descenso nos invitaba a ser uno con el universo. Esos momentos mágicos son los que les dan sentido a nuestras decisiones y nos siguen enseñando que las grandes cosas de la vida cuestan y que si se quieren conseguir es necesario esforzarse con honestidad y convicción.




Salir del valle del volcán Peinado, adornado por posos prístinos de agua termal y extensos flujos de lava, se visualizaba como la última gran dificultad así que decidimos atacar de frente. Cocinamos el desayuno la noche anterior y madrugamos más de lo normal, así pudimos ahorrar tiempo y coronamos el último paso de cinco mil metros pasado el mediodía. En el descenso nos fuimos destilando adrenalina, con la mala suerte de rajar una de las cubiertas y someternos por horas a improvisar remiendos con parches, pegamento e hilo y aguja. Por fortuna teníamos tiempo a favor y llegamos temprano al campamento sobre el Lago Parullos donde Hana, Mark y Félix disfrutan de una siesta envidiable. Ya en ese punto podría decirse que estábamos al otro lado y que habíamos salvado la papeleta. Los últimos tres días en los Seismiles fueron de relajo, la comida ingerida y la gasolina quemada habían aligerado la carga, los hitos de mayor dificultad ya habían sido superados, a las malas nos habíamos hecho más fuertes y el mapa señalaba un camino en descenso contundente hasta los 1.500 metros de altura en Fiambalá. Cruzamos por la mitad del cráter del Volcán Cerro Blanco y continuamos hacia las termales de Los Baños donde nos dimos un chapuzón hasta las altas horas acompañados de las estrellas y reflexionando desde la “comodidad” acerca de los días que recién habían pasado. Al día siguiente la carretera se confundía con el cauce del río y pedaleamos dentro del agua por mucho tiempo. Fue muy divertido rodar por el cauce el cual llegaba casi a cubrir las ruedas, de manera impensable las bicicletas se abrían paso sin ningún inconveniente, como unos buques de guerra. Al final del día llegamos cansados y mojados al pueblito de Palo Blanco donde nos instalamos a tomar cerveza y comer pan de navidad hasta que los mosquitos nos obligaron a ser diligentes con la búsqueda de campamento.







La última etapa era una especie de paseo triunfal sobre una alfombra de 40 kilómetros de pavimento con pendiente a favor. Rodamos en grupeta compartiendo las últimas golosinas que habían escapado a nuestra rapaz hambre de montaña y hablando de la vida y del futuro. Estábamos muy emocionados y alegres, pues para todo ciclista de aventura, sin importar su condición, la ruta de los Seismiles es una gran pluma para su sombrero y gran historia que se recordará toda la vida y que alimentará la fe en sí mismo. Llegamos a Fiambalá 15 días después de haber salido de San Antonio de los Cobres, luego de 770 km de autonomía y trabajo duro. Nos felicitamos mutuamente con abrazos y elogios, sacamos la foto oficial para el recuerdo y fuimos por un almuerzo poderoso con mucha cerveza roja.
En Fiambalá, pueblo de vientos en lengua Diaguita, nos apostamos por cuatro días en el Camping El Paraíso y tratamos de descansar el cuerpo luego de tal insulto, pero no contábamos con el insoportable calor de verano y con las nubes de mosquitos que asediaban nuestra humanidad. Así las cosas, decidimos apurar el cronograma y partir, o más bien escapar, hacia la “otra mitad de la gloria”, La Ruta de los Seismiles Sur.





EL CAMINO DEL DRAGÓN
The Bolivian Wild West y el Norte de Argentina.
Tercera temporada. A la altura del kilómetro dos mil son varias las lecciones aprendidas y la confianza adquirida. Así mismo optar por vías remotas y aisladas va perfeccionando el estilo de la grupeta. El sur de Bolivia y el Norte de Argentina fueron los terruños de esparcimiento y perfeccionamiento antes de entrar en la inhóspita Ruta de los Seismiles.



Un júbilo se había apoderado de nosotros, en especial teníamos la sensación de ser mejores viajeros al pedal. Habíamos adquirido destrezas en la navegación por el terreno, las tareas de la cocina se hacían con mayor diligencia, estábamos cómodos y felices durmiendo en las carpas y con dos mil kilómetros de tierra encima, no sólo la confianza en nuestros aprendizajes y capacidades encontraba asidero, sino que las piernas y los pulmones se habían hecho más fuertes. Así mismo, nuestro espíritu se llenaba de poder y calor a medida que ganábamos grados de latitud sur.
Desde Uyuni, es normal que los viajes de aventura y mochila continúen hacia San Pedro de Atacama a través de la conocida Ruta de Las Lagunas, un itinerario que se realiza en camionetas 4×4 durante tres días. Sumado a la congestión de la zona, el turismo infla los precios y en ese tramo se tienen importes por el cruce de parques y reservas naturales, así que eran varias las razones para buscar otro camino. Apoyados en nuestro oráculo Osmand y en las vistas de satélite, encontramos una tenue línea que se dibujaba hacia el oriente y que suponíamos no debía ser muy frecuentada de acuerdo con las convenciones del mapa. El Rally Dakar de 2014 se corrió por esas carreteras, añadiendo motivos para zarpar en dicha dirección.

Partimos de la Casa Ciclística Pingüi luego de la tradicional foto donde todos los viajeros que se encuentran de paso salen y participan del retrato. “Los colombianos se van”, “the colombians are leaving”. Cuando las cosas son tan normales no se tienen mucho en cuenta y habíamos ignorado ese mínimo común múltiplo: somos colombianos, somos de la tierra de Alfonso Flores, de Cochise, de Lucho, de Patrocinio , de Nairo, de Rigo, de Superman, de Chávez, de Bernal, de Giovani Jiménez Ocampo. Salimos de la Casa Ciclística Pingüi sintiéndonos más como un equipo y con una sensación de deber y orgullo de ser una especie de “delegación” del país de los escarabajos.
En los metros de asfalto que despiden a la capital de Potosí no cabía una carcajada más en la grupeta. Muy pronto nos topamos con una pareja de viajeros muy amables que vestían con suma elegancia y estilo; pantalones cortos de dril, camisa a cuadros de manga corta y gorrita de ciclismo azul oscura con rayas blancas y rosa. ¿A la pregunta “where are you from?” solo había una respuesta posible: “we are from England”. A la altura del kilómetro 40 el cielo se mostraba encapotado con nubes grises y pesadas, era cuestión de un estornudo para que se soltara un diluvio. Afortunadamente tomamos la decisión de montar el campamento de manera inmediata y apenas clavamos la última estaca, San Pedro se despachó a lo largo y ancho del vallecito de arbustos que fungía como vecindad.
Al día siguiente empezarían a aparecer los desniveles. No eran puertos, más bien repechos que nos caían bien dado que veníamos retomando luego de un parón de varios días. Nos encontramos nuevamente con los británicos a quienes los había atrapado la lluvia del día anterior, pero con suma tranquilidad nos hicieron saber que eso es pan de cada día en su país y además su experiencia en viajes de bicicleta era evidente. Los @faffaround estuvieron paseando por Colombia y nos sorprendió que habían leído nuestras crónicas de viajes por Boyacá. Sin pausa, pero sin prisa, continuamos la jornada hasta que divisamos un bonito valle para acampar. Encontramos un lecho de un extinto río que ofrecía protección y decoro con unas murallas de tierra, haciéndonos casi invisibles al viento y a la carretera.




De manera exponencial el terreno vertical se hacía protagonista del trazado, los repechos se hacían más largos, más empinados y frecuentes. Así mismo en el terreno empezaban a aparecer figuras rizadas, como una huella de un buldócer, haciendo más lento y doloroso nuestro tránsito. La llamada “calamina” es una irregularidad del terreno formada por los bruscos cambios de temperatura entre el día y la noche. Después de jugar por mucho tiempo a la montaña rusa, notamos que la carretera estaba trazada sobre la cresta de innumerables montañas subsecuentes, amplias y ralas. La estética de la línea era agradable y entonces bautizamos a este itinerario como “El Camino del Dragón” y nos propusimos documentarlo como una propuesta de ruta de ciclismo de aventura. Sergio, haciendo gala de su profesión de Arquitecto, tenía el ojo afinado para escoger donde levantar nuestro barrio gitano y pilló varios buenos lugares de campamento que añadían decoro al Camino del Dragón.
Al cuarto día llegamos a Tupiza, una población que se salía del estereotipo de asentamiento boliviano al que veníamos acostumbrados. El clima cálido y los recuerdos de una época de bonanza minera que hasta para una línea férrea había rentado, hacían de Tupiza un pueblito acogedor, con fachadas bien decoradas y envuelto entre montañas de colores terracota. Nuestro espíritu de niños exploradores estaba a flor de lis, entonces partimos hacia la frontera con Argentina a través del camino destapado. El paisaje se había transformado de manera radical en un desierto; horizontes de arena con cactus cuyas espinas hicieron estragos en varias de las ruedas, acantilados sedimentarios de color rojo y pequeños oasis de sauces verdes donde se asentaban exiguas comunidades. Sumado a esta atmósfera de antaño, en esta zona yacen los restos de Butch Cassidy y Sundance Kid dos cazarrecompensas americanos que replicaron las andanzas del viejo oeste a finales de 1.800 y de ahí que a esta sección del país se le refiere como el “Bolivian Wild West”.





Nuestro afán de salir de Bolivia no era en vano, ya el cruce con Perú había sido clausurado y las manifestaciones que ardían en el país se tomaban más y más carreteras. Llegamos a Villazón, par fronterizo con la Quiaca, y mientras revisaban nuestros antecedentes judiciales y sellaban nuestros pasaportes, una muchedumbre envuelta en colores amarillo rojo y verde y banderas Whipala se acercaba hacia el puesto de control. A los pocos días este paso fue también cerrado. Nuestras primeras sensaciones en Argentina fueron los menores precios de los alimentos y una mayor diversidad en los productos. Es decir, se come y se bebe mejor.
Tras un par de días de descanso en la Quiaca, y una maratón de películas de acción y piratas en la TV del hostal, partimos hacia el sur por la mítica Ruta 40, la carretera que atraviesa de norte a sur a la Argentina, que ha sido el escenario de incontables aventuras locales y que es un emblema de la nación. En el camino se empezaban a dibujar monumentos naturales como la Laguna de los Pozuelos, el Valle de la Luna y el Cerro de los Siete Colores de Paicone, donde fuimos invitados a almorzar en la escuela luego de una presentación ante todos los estudiantes por parte de la maestra directora. Deliciosos Canelones rellenos con jalea de frutas como postre.
Sin embargo, como veníamos con la bandera de la exploración izada en nuestra consigna, notamos en el mapa una serie de lagunas apartadas del camino, arriba en la cordillera muy cerca del hito de la triple frontera con Chile y Bolivia. Teniendo en cuenta que estábamos cada vez más cerca del ataque a La Ruta de los Seismiles, ir en busca de las lagunas suponía un piloto y un entrenamiento para afrontar largos días de autonomía y soledad. Por lo tanto, nos despedimos de la 40 y nos fuimos en busca de las Lagunas de Vilama. En el pueblito de Cusi Cusi nos reaprovisionamos para 4 días de campaña y nos fuimos para la montaña. Cruzamos por la población de Lagunillas del Farallón donde Sixto, un guardaparques, nos ofreció las llaves de un refugio que se hallaba al borde de la laguna, aún muy lejos. Con esta meta, ese día tacamos una de las jornadas más largas del viaje.
Es propio de Argentina que en las poblaciones más remotas del país se respira fútbol en cada esquina; no hay un solo negocio que no tenga el escudo de la Selección o de algún equipo o un afiche de Lionel Mesi y es casi imposible ver a un niño que no vista con los colores del xeneise o del millonario.






Nuestro afán de salir de Bolivia no era en vano, ya el cruce con Perú había sido clausurado y las manifestaciones que ardían en el país se tomaban más y más carreteras. Llegamos a Villazón, par fronterizo con la Quiaca, y mientras revisaban nuestros antecedentes judiciales y sellaban nuestros pasaportes, una muchedumbre envuelta en colores amarillo rojo y verde y banderas whipala se acercaba hacia el puesto de control. A los pocos días este paso fue también cerrado. Nuestras primeras sensaciones en Argentina fueron los menores precios de los alimentos y una mayor diversidad en los productos. Es decir, se come y se bebe mejor.
Tras un par de días de descanso en la Quiaca, y una maratón de películas de acción y piratas en la TV del hostal, partimos hacia el sur por la mítica Ruta 40, la carretera que atraviesa de norte a sur a la Argentina, que ha sido el escenario de incontables aventuras locales y que es un emblema de la nación. En el camino se empezaban a dibujar monumentos naturales como la Laguna de los Pozuelos, el Valle de la Luna y el Cerro de los Siete Colores de Paicone, donde fuimos invitados a almorzar en la escuela luego de una presentación ante todos los estudiantes por parte de la maestra directora. Deliciosos Canelones rellenos con jalea de frutas como postre.
Sin embargo, como veníamos con la bandera de la exploración izada en nuestra consigna, notamos en el mapa una serie de lagunas apartadas del camino, arriba en la cordillera muy cerca del hito de la triple frontera con Chile y Bolivia. Teniendo en cuenta que estábamos cada vez más cerca del ataque a La Ruta de los Seismiles, ir en busca de las lagunas suponía un piloto y un entrenamiento para afrontar largos días de autonomía y soledad. Por lo tanto, nos despedimos de la 40 y nos fuimos en busca de las Lagunas de Vilama. En el pueblito de Cusi Cusi nos reaprovisionamos para 4 días de campaña y nos fuimos para la montaña, pasamos por la población de Lagunillas del Farallón donde Sixto, un guarda parques, nos ofreció las llaves de un refugio que se hallaba cerca de la laguna, aún muy lejos. Con esta meta, ese día tacamos una de las jornadas más largas del viaje. Es curioso ver que en las poblaciones más remotas del país se respira fútbol en cada esquina, no hay un solo negocio que no tenga el escudo de algún equipo o un afiche de Lionel Mesi y es casi imposible ver a un niño que no vista con los colores del xeneise o del millonario.
El camino se empezaba a poner difícil, las huellas de vehículos casi se habían desvanecido y en cambio brotaban extensos jardines de piedras filosas que exigían técnica y control. Pero de todos los ingredientes el que realmente ocupo nuestra preocupación fueron las tormentas eléctricas que aparecían al final de la tarde. Ver rayos descargarse en el cielo nos asustaba mucho y no teníamos idea alguna de cómo reaccionar ante este insulto de la naturaleza, más que pedalear con fuerza y afán. Un par de veces nos acurrucamos en pequeñas cuevas de roca que con suerte nos encontramos en el camino.
El desvío hacia las Lagunas de Vilama fue un gran acierto. Además de descubrir paisajes hermosos y solitarios, continuamos llenando nuestros galones con experiencia y conseguimos tasar muy bien las porciones de alimento y de agua que se requieren para una incursión de varios días. Tras cuatro jornadas en la altura regresamos a la Ruta 40 en la población de Coyaguaima y luego de varias etapas de trámite por Coranzuli y Susques, llegamos a San Antonio de los Cobres; el punto que habíamos fijado como meta para esta tercera temporada y donde nos apostaríamos una semana a descansar y a planificar meticulosamente nuestro asalto a Los Seismiles. Allí, en el hospedaje Amanecer Andino hicimos buenas migas con un trío de exploradores mineros; Alejandro y Cesar de Argentina y Jaime Cardona, nacido en Sogamoso criado en Palmira y hecho en Medellín, un geólogo que conoce Suramérica como si fuera su barrio y con quien compartimos unas cervezas o “polarizadas” como él les llama.








El agua escasea en esta parte de la cordillera y con seguridad los presupuestos municipales no son abultados dada la lejanía y soledad de los asentamientos. En casi todas las poblaciones existe un grifo municipal donde la gente se abastece de agua y que para nosotros era el punto obligado de detención, regocijo y reflexión. En muchos de estos lugares no existen alojamientos a lo que las escuelas o puestos de salud responden con gentileza. Así mismo los comedores y tiendas funcionan a puerta cerrada y son más bien negocios ocasionales al servicio de incautos, como nosotros, que rara vez pasan por ahí.
