Tunja – Güican de la Sierra
Nuestra primera experiencia real de ciclismo de aventura, la culpable de este proyecto Monteadentro. Un viaje con todos los ingredientes a través del mítico páramo de Pisba recorriendo los pasos del libertador Simón Bolívar, hasta las nieves perpetuas de Cocuy y Güicán.
El ideal de hacer viajes en bicicleta vive dentro de nosotros hace tiempo, sin saber cómo, a dónde y para qué. Solo son sensaciones que vienen del futuro ante la inmensidad de la tierra y los sueños del hombre. La suerte y el destino nos reunió a tres comensales para realizar una travesía de nueve días en bicicleta por las montañas de Boyacá.
El entusiasmo consistía en recorrer los últimos filos de la cordillera oriental hasta las nieves perpetuas de la serranía de Cocuy, Güicán y Chita. La amabilidad y colaboración de la bella gente de estas tierras hizo posible que dibujáramos un hermoso recorrido de trescientos noventa kilómetros entre Tunja y Güicán de la Sierra, a través de carreteras destapadas y solitarias donde la geografía se presenta con colinas escarpadas y gélidas.
La consigna máxima de esta excursión era la de rodar cerca de los páramos; donde nace la vida, atravesando el de Pisba en la búsqueda de los pasos de la campaña libertadora de la Nueva Granada de 1.819. Al final todo fue mayúsculo. No solo el tiempo, el esfuerzo y las luchas mentales, sino también la felicidad de estar ahí, el sentimiento de un sueño realizado y el embrujo de la naturaleza.
Los Primeros Kilómetros
Ligeros de experiencia, con las maletas mal empacadas y los zapatos de repuesto colgando, partimos los ilustres Mario Morales, Leonardo ‘La Pantera’ Pacheco y Jose Pacheco, desde la hidalga ciudad de Santiago de Tunja hacia el oriente, con destino a la Finca Hostal La Tobita en el municipio de Siachoque. Los últimos nubarrones de septiembre nos escoltaron hasta altas horas en un prólogo de diecinueve kilómetros, inocentes ante la inmensidad del viaje que se venía. Una banda de viejos caninos amigos nos esperaba con ladridos y aullidos bajo la luna en creciente. Eran buenas las premoniciones para ir a descansar profundos.
Los animales que despiertan a lo lejos y la brisa que bate las ramas de eucalipto arrullan los amaneceres en La Tobita. Es un lugar donde se respira tranquilidad y paciencia desde que se abren los ojos. Luego de un desayuno para campeones y de las fotos de protocolo bajo la portada del hostal, empezaba de verdad este proyecto piloto de ciclismo de avetura.
Ahora sí: primera etapa, La Tobita – Laguna de Tota. El prólogo de la noche anterior había motivado a las filas y el clima favorecía las intenciones. Superamos la primera cota de los tres mil metros en el “col del Cortadero” entre los municipios de Toca y Pesca e intentamos burlar la ruta normal siguiendo en traverso por las montañas para coronar más fácil el alto valle de la laguna. El concepto era lógico, pero son tantos los cruces de caminos que se hace lento progresar y equivocarse es fácil. Se hizo de noche, nos perdimos y la carretera solo ofrecía rampas invisibles y duras. Llegamos tarde y algo descompensados a Playa Blanca. A hurtadillas nos escondimos detrás de una gran roca junto a la laguna y carpamos allí, escapando del generoso repertorio de tecno-carrilera que vendría de la zona de camping toda la noche.
Cruce de la Cordillera Oriental
Tota es el lago más grande de Colombia y se encuentra a 3.115 msnm, hace parte de un valle adornado con extensos cultivos de cebolla que tiñen con un aroma especial al municipio de Aquitania. Allí recargamos provisiones y realizamos un mantenimiento callejero a las bicicletas; limpiar roldanas, engrasar cadena, lubricar guayas y revisar la presión de las llantas. La misión del día consistió en superar el Páramo de Ongotá por el Alto de Las Cruces, bajar al hermoso Valle de Toquilla y volver a subir hasta el Páramo Franco. Una vez allí nos descolgamos hacia el infinito por el cañón del río Cravo Sur hasta el municipio de Labranzagrande, sesenta kilómetros de rocky road downhill.
La tercera llegada en nocturno fue cálida y alegre. Habíamos librado una jornada difícil de mucha técnica bien superada, la Sierra Nevada se despejo a lo lejos desde el paso de Franco, y varias bandadas de pájaros estuvieron jalando al lote. Un día de bonitos colores. Dormimos en la comodidad del modesto Hospedaje Corocora en el marco de la plaza. Esa noche llovió a cántaros.
Esta es una zona poco conocida del departamento. Atípica, caliente y húmeda, la Boyacá del otro lado de la cordillera que se escurre hacia los Llanos Orientales. “La Provincia de la Libertad”, paradójicamente, también es poco conocida porque fue ocupada por las guerrillas durante el conflicto armado de los ochenta y noventa. La ubicación estratégica dentro de su mitología de la guerra les dio para infundir terror y desplazar al Estado en muchos municipios de Boyacá, Arauca y Casanare. Con todo el respeto y la condolencia por aquellas memorias, la gente recuerda esas épocas como dolorosas pero lejanas. Se sorprenden con agrado de nuestra comparsa turística y mandan con nosotros un mensaje: esa siempre ha sido una tierra de paz y gente buena.
Demorados por una pinchadura, y con el metabolismo a la mitad por el calor y los mosquitos, logramos salvar el cuarto día llegando al pueblo de Pisba. Solo fueron treinta y seis kilómetros de pedal, pero muy difíciles e incómodos. Cultivos de café a diestra y siniestra, cascadas y pozos azules, yarumos plateados, rampas y cascajo suelto. Leo no tenía problema en ir adelante poniéndole rueda a los buses de Cootracero que pasaban ocasionalmente.
La llegada al pueblo de Pisba fue muy bonita, aunque estábamos muy cansados para acusar a la emoción. La calle principal, larga y blanca adornada con piedras tipo colonial, se alistaba para recibir las fiestas la semana entrante y la comunidad realizaba una brigada de limpieza. Causábamos admiración con toda nuestra parafernalia de colgandejos a la cuadrilla de mujeres y niños que nos saludaban efusivamente.
Una vez repuestos con un almuerzo de cinco estrellas y sobre las dieciséis horas, notificamos formalmente que estábamos fuera de itinerario y tendríamos el primer retraso. Pensábamos que ese día podíamos llegar hasta los tres mil metros, pero literalmente nos cogía el ocaso a la mitad del camino.
El Cruce del Páramo
Cuenta la historia que en junio de 1.819 los generales Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander reunieron una hueste de dos mil quinientos hombres, mil fusiles y treinta quintales de pólvora, en el municipio de Tame, Arauca. Esto con la causa de liberar a la hoy Colombia del dominio español. A los pocos días, en Paya, tras la primera escaramuza, los pocos “realistas” que escapan advierten a Barreiro de la presencia de cinco batallones independentistas que vienen trepando montaña arriba. Los cruces de la cordillera oriental por las salinas de Chita y Labranzagrande eran fuertemente custodiados, así que los próceres decidieron remontar la cordillera a través del inhóspito páramo de Pisba. Esta hazaña militar, acuñada en aquel billete de dos mil pesos oro y determinante para el triunfo de la independencia, cobraría la vida de más de tres cuartas partes de la tropa y la caballería.
Empezamos nuestra tímida labor de investigación geográfica con los Pisbanos pero no conseguíamos buenas respuestas.
Al principio pensábamos que no éramos claros en nuestras intenciones, pero luego nos dimos cuenta de que somos pocos los turistas que llegamos en busca del mítico páramo y nadie está acostumbrado a ese tipo de preguntas. Sin embargo, al final entendimos que la gente no conoce el páramo. Para la fecha, no se registraban excursiones que cruzaran la montaña con bicicletas al hombro.
Tuvimos una gran suerte al llegar la casa de Doña Rosa Parra y Don Ricardo Morales, quienes además de hospedarnos, nos brindaron ayudas y consejos para proseguir con el viaje. Esa noche hablamos por teléfono con la directora del Parque y nos advirtió que el cruce por el páramo no era permitido para los “eco-turistas”, a lo mejor le daba vergüenza que descubriéramos el botadero de basura que hay allá arriba en un lugar conocido como “El Santuario”, que tristeza. Un gentil ingeniero de Firavitoba, que hacía las veces de comandante de la Policía, nos abordó para conversar y terminamos contagiados de su particular sensación de miedo y azare infundado por los rumores de inseguridad en la zona. Nos fuimos a la cama intranquilos, con el veredicto de que a la mañana siguiente nos montaríamos en un bus de regreso a Sogamoso para coger la Ruta Nacional 61 rumbo al Cocuy vía Tasco, por el otro lado de la cordillera, y dejarnos de tanta pendejada. Esa noche dormíamos, al menos Mario y yo, con el rabo entre las patas.
Leo se levantó y nos mandó al carajo. Ya estábamos ahí, era ahora o nunca, “ya habíamos matado el tigre y ahora nos íbamos a asustar con el cuero”, que “qué diría Bolívar…”. Desde la cocina, Don Ricardo alentaba al Capo Pantera interrumpiendo con ideas, soluciones y ánimos para los recién despiertos. Hicimos contacto telefónico con Don Fernando Manrique, quien vive en la última casa donde se acaba la carretera a solo seis kilómetros. A él le sonaba posible fletar dos bestias cargadas con bicicletas en dirección al páramo, así que para allá arrancamos.
Don Fernando nos recibió con toda la buena actitud, y nos dio una perspectiva clara del camino: lugares, tiempos, distancias. Su compromiso con el encierro de seis vaquillas para las fiestas del municipio le impedía acompañarnos, pues la subida al páramo era larga y no contaba con el tiempo suficiente. Sin embargo, nos recomendó y nos encomendó con Don Jesús Mendivelso, un gran señor que aún habita más adelantico en la vereda Pueblo Viejo. Era el quinto día y hasta ahí habíamos pedaleado ciento noventa kilómetros. Siendo las doce horas estábamos a 1.600 msnm, y en adelante tendríamos camino de herradura hasta cruzar el Páramo, con suerte pasado mañana y sobre los 4.000 m… así que andiamo ragazzi más bien.
Halar bicicletas cargadas por caminos de caballos es un trabajo fuerte, de las cosas que no se extrañan a la postre; una situación poco estimulante que acaba con la paciencia, y además peligrosa para la bicicleta. Fueron varias lomitas, saltos entre cañadas, lodazales y pasos estrechos, típico del verdadero bosque húmedo tropical. Con las últimas luces del día encontramos la casa de Don Jesús, su esposa Estenia y su hijo Henry, detrás del cultivo de arveja como había sido la indicación de Don Fernando. Mientras caía el sol y compartíamos los primeros guarapos de caña, los zancudos aparecieron y entonces se prendió un humito, la atmósfera se pintó de magia y ese momento quedará grabado en los recuerdos que más atesoraremos en nuestras vidas. Fue el sentimiento de haber encontrado a los hombres buenos que viven en las montañas.
A la mañana siguiente Don Jesús se levantó de muy buenas pulgas y nos acolitó la idea. Construyó con agilidad dos angarillas para acomodar las cargas en los caballos. Luego fueron dos o tres horas de la vida, que no volverán, intentando acomodar las bicicletas sobre el ya impaciente mular. Este camino de herradura es poderoso, antiguo, de escalones rocosos bien tallados pero muy grandes e invadidos por la naturaleza. ¿Cómo serán los de Santa Marta? Es duro y los caballos tienen que tacar arriones para superar algunas secciones. Pasadas las doce ya estábamos sobre los 3.200 metros y esperábamos que eso fuera prenda de estar cerca del campamento. Pero Don Jesús advirtió, tras una evaluación de nuestra pobre condición física, todavía cinco horas más de camino.
El pan con queso y el guarapo que almorzamos empapados junto al altarcito de Las Lajas, nos dejaron con energía y arrancamos al trote por el páramo. Ya queríamos llegar a nuestro refugio de lona y palitroques. Pero la remontada fue larga; el páramo es ancho y en el horizonte solo aparecen montañas y más valles de lagunillas. A las seis de la tarde llegamos a la Laguna del Soldado donde montamos carpa y nos metimos en ropas secas. Con renuencia Don Jesús acepto un pago por sus labores y ayudas y prosiguió hacia Socotá donde realizaría el habitual trueque de arveja por papa “de la buena” como el mismo dice. Esa noche ofrecimos una reconfortante cena italiana con mezcal blanco, brindamos por la felicidad de estar ahí y en la memoria de los miles de caudillos que perecieron en Pisba. Podíamos sentir sus espíritus volando en el espacio.
Cuenta también la historia que Bolívar guareció por varios días en Pueblo Viejo comandando el cruce de ese mundo desconocido de frailejones y mal de altura. Hace poco más de una década en Pueblo Viejo vivían 40 familias y había una escuela que mantenía viviente a este resguardo tan importante para la historia de América del Sur. Hoy son solo once los habitantes del lugar, luego del desplazamiento forzado, la dificultad para sacar productos y el acérrimo olvido de sus jurisdicciones tienen a Pueblo Viejo a punto de desaparecer. ¡Salvemos a Pueblo Viejo!
Al Otro lado del Rio
El paisaje que se divisa desde arriba, mientras por fin cruzamos el páramo, es familiar. Amarillo, árido y soleado: los primeros asomos del Cañón del Río Chicamocha. Empapados, descendemos a toda velocidad buscando el aire caliente y divirtiéndonos con los tramos pavimentados que vamos encontrando, los frenos de disco funcionan de maravilla. A nuestro paso empezamos a ver hombres curtidos en cisco negro, son mineros de carbón. Las provincias de Valderrama y Sugamuxi han sido una cuenca muy representativa de minerales como la caliza, el carbón y el hierro. En Sogamoso se encuentran las principales siderúrgicas del país y en Paipa una de las termoeléctricas de reserva más grandes de Colombia. Belencito, Nobsa, Tasco, Paz de Rio, Socotá, Socha y Gámeza, han construido su economía alrededor de la minería desde hace más de cincuenta años. No en vano, esta zona es conocida y celebrada como la región del “sol y del acero”. Es impactante ver el contraste entre las grandes compañías mineras a cielo abierto con sus modernos tracto-camiones, y las pequeñas cavernas a falda de la montaña donde son visibles las técnicas rudimentarias, informales y peligrosas.
Esa tarde llegamos a Socotá y ocupamos todas las fachadas del gentil hospedaje Gómez con los trastes mojados. Lavamos las bicicletas con manguera, y tras un descuido con la manipulación de las duchas eléctricas dejamos sin corriente a todo el edificio. Dormimos entre pesadillas profundas causadas por el cansancio acumulado de los días, y por el desastroso partido de fútbol que acababa de perder Colombia ante Paraguay en Barranquilla.
Las dos fracciones restantes se avistaban como unos clásicos del MTB maratón; de setenta kilómetros y con 2,000 de desnivel positivo mal contados, por carreteras secas y polvorientas, con cientos de puentes que rebasan los chorros que se descuelgan del complejo de páramos más grande del mundo. Al día siguiente partimos hacia Chita vía Jericó, escalando el divertido Alto del Sancarrón; tres kilómetros al 13% y varias curvas en forma de herradura donde más vale tener equilibrio y concentración mientras las piernas aúllan. De eso puede dar fe el buen Mario, quién ante la prisa de un conductor de buseta se vio envuelto en una caída que le rajaría levemente el mentón. Llegamos a Chita en un júbilo impresionante, las Almas en el altoparlante y la tarde despuntando en un crepúsculo azul brillante mientras se encendían los primeros faroles del alumbrado público. Los huéspedes de la humilde posada donde encontramos lugar halagaban nuestra llegada, y compartimos con ellos algunas anécdotas junto a un mapa del departamento que estaba pegado en la pared. Habíamos coronado el municipio más remoto, ingenuos nos sentíamos triunfadores, era apenas justo y correcto ir por unas refrescantes bebidas de cebada servidas al clima.
Volver a las Nieves
La Sierra Nevada de Cocuy, Güicán y Chita es un fresco del paraíso donde dieciocho picos nevados se rodean de valles, lagunas y agujas de roca arenisca que ascienden hasta los 5.400 metros de altura. Es el balcón que Dios creó para contemplar los Llanos Orientales.
Al tiempo que Vincenzo ganaba Il Lombardía, Moe, Larry y Curly nos alistábamos para la última jornada: la etapa reina del viaje. No habíamos terminado de masticar el desayuno cuando ya nos encontrábamos rotando hacia el Alto del Pelao con sus diecinueve kilómetros al siete por ciento, que coronan a 4.140 metros de altura. Una catedral de la bicicleta todo terreno.
Cuando ya remontábamos los últimos kilómetros del puertazo, desde el otro lado unos diminutos campesinos nos señalaban con gestos de asombro al ver gente voleando pedal por estos lares. Me levanté la gorra en ademán de saludación y en una lenta sincronía todos los aldeanos se quitaron sus sombreros y levantaron la mano. Un abrazo que se quedó en el aire.
Ahí, al frente, las montañas andinas con todo su poder; frías, altas, esquivas entre velos grises de nube, vigiladas por aves y cabritos que se delatan con las piedras que tiran de vez en cuando. Ahí, nosotros tres, saliéndonos con la nuestra, rodando con gran suerte y con las mejores sensaciones. Desde el Pelao nos soltamos a toda velocidad confiados por la cancha ganada tras varios días al volante. Ya en el pueblo del Cocuy solo nos quedaba la última dificultad del recorrido, la cual habíamos subestimado, como si esos veinte kilómetros de pura loma no estuvieran ahí. Cansados, con mucho frío, y en una noche espesa, llegamos a la vereda La Cueva donde vive Don Gilberto Castro y su linda familia, el destino que habíamos pactado para esta empresa.
Como otras veces en el pasado, acampamos en la planada detrás de la cocina y nos sometimos a los cuidados de Doña Briseida, quien nos dio de merendar como si fuéramos sus hijos. Jugamos con los perros y los gaticos recién nacidos, compartimos en familia con Jenny, Arbey y Jorge. Pasamos largos tiempos en la cocina junto al fogón de leña oyendo historias y recordando a los viejos amigos. Nos despedimos entre abrazos y con saludos encomendados para todos, nos despedimos con la felicidad de haber vuelto a aquellos lugares que les da sentido a nuestras vidas, y con la promesa de siempre: la de volver a las nieves.
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