Este relato cubre la sección entre El Chaltén y Punta Arenas, cruzando por el paso Fronterizo Río Don Guillermo y visitando la ciudad de Puerto Natales; los últimos kilómetros de la América continental.
Paso Río Don Guillermo
Habíamos dejado nuestras bicicletas a un lado durante más de dos semanas para explorar a pie las montañas de El Chaltén; pero era hora de retomar nuestro camino al Sur, con Punta Arenas como próxima gran meta volante.
Las etapas entre El Chaltén y el Paso Fronterizo Río Don Guillermo, para cruzar a Chile, eran de “transición”; contaban con una mayor dosis de asfalto a la que estábamos acostumbrados y era la ruta obligada, no hay otras alternativas para llegar hasta allí. Esta vez, la aventura adquiría un matiz diferente: nos enfrentábamos a la verdadera pampa, con pocos lugares para acampar y con el viento en contra que es habitual en esta sección.
El único día en el que no tendríamos este desafío era la primera etapa: salir de El Chaltén. Así que, con la promesa de tener viento a favor, partimos cerca de las dos de la tarde, avanzando velozmente a lo largo de los 90 kilómetros que nos separaban de la intersección con la Ruta Nacional 40. Cuando estábamos por llegar, las ráfagas de viento comenzaron a aumentar de intensidad y el cielo se cubrió de nubes amenazadoras. Decidimos escondernos en el refugio que se encuentra en el cruce de caminos, donde coincidimos con otros tres viajeros. Juntos, observábamos cómo el viento azotaba las ventanas con una fuerza inquietante, recordándonos la imprevisibilidad de la naturaleza en estas tierras salvajes.
Durante las etapas siguientes los 3 puestos de vialidad de la AGVP a lo largo de la ruta, se volvieron puntos estratégicos para reponer fuerzas, obtener agua y buscar refugio temporal; estos espacios son lo único que hay en el camino: Irene, El Cerrito y Tapi Aike. En estos puntos recargamos nuestros bidones, tuvimos acceso a wifi para ver los pronósticos del clima y solo en el último, aprovechamos para acampar.
Salimos del refugio de la ruta 40 más tarde de lo acordado. A unos 20 kilómetros de iniciada la jornada tuvimos que poner en marcha la estrategia de relevos para lograr avanzar: cada uno debía liderar por un kilómetro. Ese día dormimos a orillas del Río Santa Cruz; en este punto hay una estancia abandonada donde muchos viajeros pasan la noche. Nosotros decidimos explorar unos metros más al fondo y encontramos una zona verde abierta perfecta para acampar.
Al siguiente día, el sueño nos dominó y salimos a la carretera muy tarde. Sin embargo, logramos completar la mayor parte de la ruta sin viento; parecía que el clima había tenido compasión de nosotros. Durante esta jornada, ascendimos el famoso Alto de Miguez, una cuesta de 14 kilómetros con una pendiente promedio del 4%. En el ascenso nos encontramos con una familia suiza: dos niños de 6 y 9 años pedaleaban en sus bicicletas felizmente hacia El Calafate. Conversamos con ellos y su energía y entusiasmo nos impulsaron hasta la cima. Más tarde, en la carretera destapada que conecta los puestos de vialidad El Cerrito y Tapi Aike nos topamos con otra familia, esta vez una pareja con una bebé de dos años, quien dormía plácidamente en un trailer. Nos emocionó mucho este encuentro y nos hizo recordar a nuestros amigos José y Gabriela, quienes han llevado a Julia, su hija, también de dos años, en pequeñas aventuras de bikepacking en Colombia.
Para llegar a la estación de policía abandonada, donde dormiríamos esa noche, tuvimos que recurrir de nuevo a los relevos. Pero el viento era tan fuerte que recorrer 1 kilómetro se hacía eterno; en está ocasión, nos turnamos cada 5 minutos el liderazgo, o en una descripción más acordé con la realidad, el sufrimiento. Esa noche cocinamos con el agua del río que se encuentra a pocos metros. Esta agua no se puede consumir directamente, necesita ser filtrada o hervida.
Nos restaban 45 kilómetros para llegar al Puesto Tapi Aike dónde retomaríamos el pavimento. Habíamos escuchado varios testimonios de ciclistas sobre el mal estado de la ruta, y observamos que el viento empezaría a soplar hacia las 11 de la mañana, así que salimos antes del amanecer. Disfrutamos los descensos y el paisaje; a lo lejos logramos divisar las Torres del Paine. El camino se puso bastante pedregoso en los últimos 20 kilómetros, pero en nuestras bicicletas con coraza 2.8 logramos avanzar sin mucha dificultad.
En el puesto de vialidad decidimos acampar, aunque aquí también ofrecen trailers con camas sencillas por un costo adicional. Esa tarde, nos sorprendió un resfriado acompañado de fiebre. Afortunadamente, siempre llevamos comida extra, lo que nos permitió tomar la decisión de dedicar el siguiente día a recuperarnos; paracetamol, sales de hidratación y descanso.
Esta situación inesperada nos permitió encontrarnos con Carlos Lozano, un ciclista colombiano que viene viajando desde Neiva, con quién habíamos conversado mucho, pero aún no nos conocíamos personalmente. Al siguiente día la grupeta colombiana salió muy temprano hacia el paso fronterizo Río Don Guillermo. Entre todos nos apoyamos para que esté largo tramo, con viento, frío y lluvia fuera más llevadero.
En Cerro Castillo, ya en territorio chileno, pasamos la noche en un camping municipal, que, aunque parecía estar fuera de servicio, fue recomendado por la policía local. Junto al camping, había una cancha de fútbol 5 vacía; resulta difícil imaginar que alguien pueda hacer un gol de tiro libre con estas condiciones de viento, ni Messi se atrevería a tanto. El agua de Cerro Castillo no se puede tomar, según nos comentaron tienen un problema con la tubería; es necesario comprar agua o pedir apoyo en la estación de policía.
Esa noche nos despedimos de Carlos; él continuaría su viaje hacia Puerto Natales, mientras que nosotros iríamos a ver las Torres del Paine. Luego de un buen descanso, pedaleamos hasta la Laguna Amarga, unos kilómetros antes de la entrada al Parque Torres del Paine. Eran las seis de la tarde y admirábamos el paisaje, cuando alguien se bajó de un carro, se acercó a nosotros y nos informó, de una manera un poco amenazadora, que allí, ni en ningún lugar dentro de un radio de 20 kilómetros, podíamos acampar: estos eran terrenos privados. Habíamos escuchado relatos de otros viajeros que habían sido despertados en medio de la noche por alguien con características similares, y habían sido forzados a recoger su campamento y partir en la oscuridad. Para evitar cualquier contratiempo, optamos por retroceder hasta el lugar indicado por este crudo personaje. Todos los terrenos estaban cercados y la noche se aproximaba; la única opción que encontramos para poner la carpa fue una cuneta al costado de la carretera que estaba en construcción. Habíamos considerado ingresar al Parque al día siguiente; pero amaneció lloviendo y las Torres estaban cubiertas totalmente por nubes grises, así que decidimos emprender una larga jornada hasta Puerto Natales.
Puerto Natales - Punta Arenas
La carretera que une Puerto Natales con Punta Arenas es un constante ir y venir de vehículos. Por esto, decidimos adentrarnos en el camino destapado hacia la municipalidad de Río Verde en busca de soledad. A lo largo de esta ruta, encontramos numerosos refugios en excelente estado, aunque todos estaban cerrados. Para obtener las llaves, se debe ir hasta la municipalidad; resulta irónico que estos espacios, concebidos para emergencias, funcionen de esta manera. Aquella noche, tendimos nuestra carpa al lado de lo que alguna vez fue una escuela. Nos contaron que años atrás, un incendio devastó este lugar y la municipalidad se trasladó unos kilómetros más adelante.
Retomamos la carretera principal faltando 50 kilómetros para Punta Arenas. El contraste fue abrumador. Camiones, buses de turismo y carros de todos los tamaños nos pasaban a toda velocidad. Apresuramos el paso deseando llegar lo antes posible, poniendo en práctica las habilidades de ciclismo urbano aprendidas en Bogotá durante muchos años. De pronto, nos encontramos frente a la ciudad más grande e industrial que habíamos visto en nuestro viaje por la Patagonia.
Mientras recorríamos los últimos kilómetros de la América continental, nos dimos cuenta que la línea de la Cordillera nos había guiado hasta el mar. Y aún con un paisaje costero, una atmósfera salada y las olas rugiendo entre el viento patagónico, el espíritu andino se sentía firme y omnipresente; incluso cóndores volaban sobre la mar. Una paradoja posible solamente en las goteras del fin del mundo.