EL CRUCE DE LOS ANDES

la ruta del capitán lemos

Cuenta la historia que en 1.817 durante las guerras de independencia sudamericanas el General José de San Martín ordenó al Capitán José León Lemos que remontara la cordillera con 155 hombres a través de las abras de Portillo y Piuquenes para diezmar las fuerzas realistas que se apostaban en el Cajón del Maipó y distraer a los españoles, mientras que el frente principal con tres mil hombres a la vanguardia cruzaba por el paso de Los Patos unos kilómetros más al norte. Así mismo, cuenta la historia que en 1.823 luego de haber conseguido liberar a Chile y al Perú junto a Bolívar, San Martín regresó victorioso a la Argentina por el paso del Portillo donde al llegar se apostó a descansar bajo la sombra de un manzano.

Habíamos llegado a Mendoza luego de siete etapas a las que denominamos de “transición”. Desde Guandacol los caminos destapados se habían perdido y en cambio una línea directa y asfaltada, pero paralela a la concurrida Ruta 40, se dibujaba como una opción aceptable entre rapidez y algo de soledad. El calor inclemente castigó nuestras humanidades y el afán de perseguir los vientos frescos del sur nos empujaron a tacar etapas largas; de noventa y cien kilómetros en promedio. Jachal, Rodeo, Calingasta, Barreal, Uspallata son poblados concurridos durante las vacaciones de los argentinos y disponen de campamentos municipales y de infraestructura para el viajero, lo cual nos permitió avanzar con agilidad, comodidad y algo de economía. En una de las etapas visitamos el parque El Leoncito donde habíamos pactado un encuentro con Alejandro Miranda, uno de los amigos que habíamos hecho meses atrás en San Antonio de los Cobres. Alejo fue guía de montaña en el macizo del Aconcagua por 10 años y trabaja con compañías de exploración a lo largo de la cordillera, por lo cual teníamos muchos temas en común y nuestras conversaciones eran gratas y de mutuo interés. Esa noche Alejandro se despachó en un auténtico asado gaucho y nos dejó claro porque los argentinos tienen esa gran fama de parrilleros y de buenos anfitriones ante el fogón. Mendoza nos sorprendió, nos gustó mucho; es una ciudad tranquila con calles y andenes amplios que se sienten cómodos bajo la sombra de árboles gigantes que mantienen fresca a la capital vinícola de América.

Nuestro derrotero de viaje implicaba cruzar la Cordillera en algún momento, pero dentro de nuestro estilo, cada vez más consolidado de ciclistas de aventura, este hito debía ser significativo. Queríamos remontar la espina dorsal de América a través de un paso con historia, con mérito, queríamos algo especial. Habíamos visto en las crónicas de otros viajeros, como Iohan Gueorguiev, Nación Salvaje y otros ciclistas locales que era posible cruzar por el Portillo, pero fue realmente por la sugerencia convincente de Nathan North que decidimos ir.

Salimos de Mendoza con el retraso habitual de cuando se retoma la carretera luego del descanso. Cuesta un poco más salirse de las cobijas. Por las goteras de la ciudad se establecen inmensos viñedos, muchos de ellos con una gran historia a cuestas y cuya reputación es grande dentro del reino de Baco. No pasa todos los días y entonces nos dimos la oportunidad de degustar amplias variedades y cantidades de vino tinto. Así las cosas, llegamos al poblado del Manzano Histórico un día fuera del cronograma, encontramos alojo fácilmente en el camping municipal, el cual servía como residencia casi permanente de comerciantes y trabajadores que están allí durante el verano y por lo tanto el guateque se extendió toda la noche y no conseguimos descansar con plenitud.

Desde el Manzano, a 1.800 metros de altura, el cruce de la Cordillera se podría visualizar como un trapecio; remontar hasta el Abra de Portillo a los 4.200 metros, atravesar los valles y mesetas de Los Andes hasta el Abra de Piuquenes a 4.000 metros, y de ahí bajar nuevamente hasta el majestuoso Cajón del Maipo en territorio chileno. Salimos del Manzano muy temprano, pues además del montañón que teníamos en frente, era necesario hacer diligencias migratorias del lado argentino y dado que llevábamos unas tres semanas por debajo de la cota de los dos mil metros teníamos que coger las cosas con calma pues no sabíamos cómo iba a responder el cuerpo con la altura. La pedaleada fue muy agradable, todos encontramos un buen ritmo sobre las bielas, y el trazado de la carretera exageraba con curvas y contra curvas en herradura que amainaban la pendiente de manera considerable. Luego de rodar 35 kilómetros por una carretera en buen estado, los últimos 800 metros antes de coronar el Abra se convertían en un camino rocoso y angosto con pendiente de más del 20%, empujar las bicicletas en estas condiciones es lento y doloroso. Pero esto solo era un ligero abrebocas de lo que la montaña tenía al otro lado de la arista.

Coronamos el alto y nos asomamos sobre la otra vertiente de la cordillera donde divisamos un mar de rocas sin ningún camino aparente. Nos quedamos en silencio, confundidos, mientras que a lo lejos se oía el crujir de las masas glaciares desprendiéndose y retirándose. Un cóndor voló en el cielo azul, tomamos esto como una señal de buena premonición y como un gesto de bienvenida, así que nos fuimos a mansalva dando tumbos por entre la morrena. En este tramo las bicicletas sufrieron mucho, se golpearon por todos lados, así como nuestras espinillas que recibieron incontables golpes de pedal causados por las piedras que devolvían las bielas con violencia. Empezamos a encontrar huesos muy grandes y esqueletos de caballos, luego supimos que cuando un mular tiene alguna dificultad y no puede continuar el camino los arrieros optan por sacrificarlo, pues pretender un rescate en este lugar no es sensato ni rentable. Cuando el sol estaba por caer, llegamos a un vallecito donde un grupo de caminantes había levantado campamento, los imitamos y montamos allí la colonia colombiana. Esa noche nos fuimos a dormir con un sinsabor, estábamos orgullosos de haber escalado ese puertazo de 2.600 metros de desnivel con tal solvencia y la memoria de nuestro cuerpo parecía tolerar muy bien la altura, pero desde el paso del Portillo hasta el campamento no habíamos conseguido rodar ni el 10% del camino. Si esto se iba a mantener, debíamos prepararnos para tres días más de empujar las bicicletas por un pedregal.

Una de las dificultades principales de esta ruta radica en cruzar el Río Tunuyán. Por supuesto existen mil historias de caminantes que han caído en sus aguas pasando angustias y dentro del gremio, la anécdota de un ciclista español al que el río se le tragó la bicicleta y el equipaje y llegó dando tumbos al refugio con visos de hipotermia y despojado de toda pertenencia. Así las cosas, nos levantamos temprano, pues a medida que avanza el día, el sol derrite la nieve y el cauce del río se hace más grande. En el camino al Río Tunuyán se encuentra el Refugio Militar Real de La Cruz donde llegamos luego de un par de horas de haber iniciado el camino. Fuimos recibidos por el capitán Aldo Tula quien se ensaño con nosotros para atendernos y brindarnos comodidades. En ese mismo momento, un grupo de exmilitares y familiares organizados como un club de senderistas celebraban por vigesimosegunda ocasión el cruce sanmartiniano del Capitán Lemos, así que en el refugio pululaban las provisiones y facilidades logísticas, por lo cual decidimos quedarnos el resto del día y dormir ahí con la idea de partir temprano a la mañana siguiente. Al final del día cuando todos los caminantes habían regresado al refugio, la cocina se puso a trabajar a toda máquina y varios soldados y arrieros se apostaron en las afueras del refugio a tomar vino y a cantar milongas gauchas. Nuestra presencia no pasaba inadvertida, ya que las bicicletas con ruedas anchas y cargadas de bártulos llamaban la curiosidad de los presentes, así entre conversa, guitarra, trova, y vino compartimos una agradable noche con nuevos amigos.

La corriente del Río Tunuyan es cosa seria y tuvimos que valernos de la ayuda del ejército para cruzar a lomo de mula, a cambio de una generosa propina por supuesto. Al otro lado del río encontramos caminos más amables por los que pudimos pedalear varios metros hasta encontrarnos con otro río sobre el cual no habíamos sido advertidos y que no aparecía en los mapas. La fuerza del río no era nada despreciable; el agua bajaba muy fría y superaba la margen de nuestras rodillas. Resolvimos cruzar cada bicicleta entre tres o cuatro de nosotros, maniobra que encontramos bastante eficiente y segura y a la cual denominamos “¡que viva Pasto carajo!”. Por fortuna el clima estuvo soleado y conseguimos secar las botas y ropas durante el día. Atravesar la meseta entre las Abras de Portillo y Piuquenes resultó placentero pues las secciones pedaleables eran largas e interesantes. Fue muy emocionante estar montados en pleno espolón de Los Andes, rodando por caminitos angostos, envueltos entre paisajes solemnes e imaginar al Capitán Lemos y a su tropilla de 155 soldados marchando por estas tierras en busca de nuestra libertad. Ese día rendimos bien y logramos empezar el ascenso hacia el Abra de Piuquenes, tendimos campamento en una terraza habitada por inmensas liebres silvestres y con un arroyo de agua fresca a pocos metros.

Para la última jornada se avistaban 800 metros de desnivel en los que había que empujar la bicicleta todo el tiempo. Por esta razón nos levantamos muy temprano y, sin indulgencias para con nosotros, le dimos duro. Remontar el abra de Piquenes fue una tarea ardua pero bien recompensada, pues la sensación de estar trepados en la cordillera era magnífica, pudimos avistar inmensas montañas nevadas, una tras otra, grandes ventisqueros y valles que se proyectaban hasta el infinito. Arriba en el Abra, almorzamos y sintonizamos nuestra radio con música colombiana, pues habíamos venido invocando a nuestros ancestros criollos para que nos concedieran concentración, frialdad absoluta, y control total del miedo para este paso de cordillera.

Este paso de frontera, uno de los 42 que existe entre Chile y Argentina, es tan remoto que no existen puestos de control migratorio del estado chileno, solamente una pequeña torre de acero con una placa con el nombre de los dos países. Se supone que nadie pasa por acá, solamente caminantes y aventureros que están lejos de acometer alguna fechoría. Al otro lado del paso, ya en territorio chileno, el camino aguardaba un regalo como pocos en la vida; un espectacular descenso de 3 kilómetros al 20% sobre un terreno arenoso que brindaba seguridad y diversión. Nos tiramos de frente destilando adrenalina y emoción, llevando nuestra pericia y el poder de los frenos hidráulicos al máximo. Luego de este tobogán de arena, el camino continuaba en descenso, pero sobre una superficie más dura y menos inclinada, con varias montañitas pequeñas que se superaban con el impulso, una auténtica sección de “free ride”. 

Al final, solo quedaba un último cruce de río para reclamar nuestro premio; un baño en las termales del Plomo y destapar la botella de Malbec “Portillo” que el capitán Tula nos había regalado. Llegamos al cruce del río al tiempo que los caminantes que nos habíamos encontrado la primera noche. Ellos intentaron cruzar primero y la falta de experiencia de los guías se vio reflejada en la caída de una de las caminantes que de inmediato empezó a ser arrastrada por la corriente, por fortuna el grupo era grande y pudieron ayudarla con rapidez. Nosotros, por supuesto, hicimos gala de nuestra técnica de cruzar ríos, y cuando tocamos la orilla con la última bicicleta, gritamos, levantamos las manos, y celebramos, sin ponernos de acuerdo o haberlo premeditado. Este gesto reflejó mucho de lo que fue el Cruce de Los Andes para nosotros, pues a pesar de haber sido duro y difícil, habíamos ganado experiencia en los meses anteriores y esto nos permitió sentir confianza en nuestros movimientos. Fueron cuatro días de mucho compromiso y esfuerzo, pero también de diversión y de buenas sensaciones. Tras el paso del portillo, inscribimos con letras doradas en nuestra hoja de servicios uno de los seis cruces sanmartinianos del ejército libertador, lo cual nos confiere un honor muy grande dentro de nuestro espíritu e ideal suramericano. Para Mario y Jose Pacheco, este fue el segundo cruce libertador luego de haber cruzado años atrás por el Páramo de Pisba en Colombia.

Después de un merecido chapuzón y del brindis de la victoria, nos quedaba un camino largo hasta Santiago donde deberíamos realizar el trámite migratorio de ingreso a Chile. Por lo pronto estábamos de ilegales. Retomamos el pedaleo sobre una carretera destapada que discurría por uno de los valles más grandes de la tierra: El Cajón del Maipó. Desde esta perspectiva Los Andes lucen como grandes paredes verticales de roca gris y café, con cimas puntudas como si fueran los dientes de un tiburón. A los pocos minutos rodeamos el Embalse del Yeso, reservorio principal de agua potable para la zona metropolitana de Santiago, con vistas impresionantes de la cordillera reflejándose en el espejo de agua.

No logramos llegar a Santiago, nos detuvimos en el caserío de San Gabriel y conseguimos que en un camping nos recibieran pesos argentinos a una tasa de cambio justa. Al día siguiente nos reportamos en la estación de Carabineros de San Gabriel, pues los soldados argentinos nos habían sugerido que tan pronto viéramos una autoridad militar les notificáramos sobre nuestra presencia en el país. Los carabineros no son la autoridad migratoria de chile, es la Policía de Investigaciones (PDI), sin embargo, los carabineros nos ayudaron y se pusieron en contacto con la PDI; enviaron copia de nuestros pasaportes y recibimos a cambio un correo electrónico donde nos autorizaban transitar por el país con el compromiso de llegar a Santiago para hacer el trámite de ingreso a la mayor brevedad posible. Con ese documento en mano continuamos nuestro camino.

Llegamos a Santiago a eso de las cuatro de la tarde y hacía mucho calor. En las calles se podía sentir el espíritu de protesta y revolución que ha marcado la historia reciente de la ciudad, en especial en la zona central. Paredes con grafitis en contra de las autoridades, comercios dotados de puertas plegables de acero, vallas de contención de la policía, andenes y materas desmoronados, y una gran cantidad de personas viviendo en la calle en carpas y colchones. Luego de realizar el trámite en la PDI llegamos a la casa de nuestro amigo Daniel Prado Villar quien nos acogió en su apartamento por cinco días con una bacanería impresionante. En Santiago pudimos realizar muchas tareas que en Mendoza no fueron posibles, como conseguir llantas y pastillas de freno de repuesto y llevar los bujes de las ruedas a un mantenimiento, pues estaban muy afectadas por los cinco mil kilómetros que llevaban encima. En la casa de Dani nos acomodamos y descansamos luego de la paliza que el cruce de la cordillera nos había propinado, era necesario recuperar las fuerzas y alistar las bicicletas para continuar nuestro viaje hacia el sur del continente.

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